Semblanzas de Familia

Moises T. de la Peña Meléndez

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Semblanzas de Familia

En una semblanza a vuelapluma de los hermanos de mis padres cabría citar el caso lamentable del tío Agustín, único solterón de la familia; hombre semirrubio y bien plantado -herencia de la abuelita González-. Sucede que en sus mocedades concretó matrimonio con una su prima hermana, de Galeana, quien inopinadamente “le dio calabazas” y se casó con otro galán. Decepcionado, y débil de carácter, se puso una sola borrachera que le duró algo más de veinte años; al quitársela en menos de un mes falleció, en Linares. Pocos meses después le siguió al panteón mi abuelita, que con él y para él vivía: dulcísima, y ciega desde más de veinte años atrás.

Contaba la abuelita Chonita que, allá por 1,856, en Galeana, supo que su padre “se había apalabrado” desde tiempo atrás con Don Ramón de la Peña (4a. G), su convecino. Acababa de arribar al pueblo con el propósito de pasar el fin de año con su familia, desde el lejano San Mateo, hacienda ganadera de Valparaiso, Zac., de la cual era administrador, Don Candelario de la Peña: hombre muy formal, trajeado de negro, alto, delgado, subido de color y barbudo, en sus veinticuatro años de edad. Para dar cumplimiento al compromiso familiar, Don Pablo indicó a Doña Micaela Castro, su esposa, que ordenara a la “niña” -tierna güerita de apenas catorce años de edad- el arreglo de su persona, porque a media mañana habría de requerírsele al llegar una importante visita que esperaban. Más tarde los señores ordenaron a Cristóbal, su hijo mayor, que llamara a Chonita, a la que le presentaron a Don Candelario como su novio, con el que habría de desposarse dos meses después. La “güerita”, encogida en su silla, asustada con tan inesperada noticia y nada entusiasmada con la presencia de su galán, apenas sí se dio cuenta del run run de la plática de circunstancias de los mayores: sobre el estado del tiempo, las cosechas probables, el ganado, y los estropicios de la ya larga revolución o Guerra de Reforma. Más tardó en quedar sola con su madre que en arrojarse a sus brazos, hipando su angustia con el decidido: “yo no quiero casarme con ese viejo prieto tan feo”. Mamá Chonita, cuyo acogedor hogar de más de medio siglo fue siempre fiel expresión de su dueña, en mi infancia y rodeada de nietecillos, ya cieguita, nos contaba sonriente el acontecimiento de su casi niñez; mientras en la oficina casera de al lado el abuelo cumplía sus múltiples funciones oficiales de por vida: Agente de Correos, Juez Civil y Recaudador de Rentas del Estado.

El tío Carlos, físicamente también un gran tipo, pero por demás blandengue, carente de iniciativa y de capacidad de lucha, fue el único burócrata que dio el pueblo antes de la Revolución. Vivió con su corta familia muy modesta y pulcramente, de pequeños empleos oficinescos en Monterrey, Puebla y México, donde murió.

Enrique, menor que Carlos, bonísima persona, magnífico jefe y sostén de su hogar, sin holguras económicas pero sin estrecheces. De excesiva imaginación y fantasía, con lo que creaba mundos maravillosos para el futuro de sus hijos, a quienes embelezaba por las noches a la hora de irse a la cama. Tuvo numerosos hijos de una hermosa esposa, con la que formó una familia ejemplar dentro de la general modestia pueblerina. Ya muy ancianos, aún conservaron una admirable y poco común ternura entre sí, con la que endulzaron sus vidas hasta el final, en Linares.

Arturo, Inquieto y único artista que ha producido el pueblecito en toda su historia. Desde temprana edad abandonó el hogar paterno y se abrió camino como destacado y muy bien pagado maestro, en la confección de los muestrarios de anuncios y propaganda de los estudios fotográficos de postín en México y Puebla. Alternó su labor artística con su afición al alcohol. Abandonó a su familia y se radicó en Texas, donde murió bastantes años después.

Las cuatro hermanas de mi padre: honestas y buenas amas de casa, lo común entre las mujeres de buena cuna del siglo XIX, cuando no había mejor perspectiva en su paso por la vida.

Calle Madero ( a una cuadra del Albergue )

Entre los tíos de la familia materna:

Filiberto, el mayor, esclavizado tras el mostrador dieciseis horas al día, todos los días de su vida gris consagrada a la acumulación de dinero, como si en ello le fuera la salvación de su alma. Ajeno a toda inquietud de carácter social o intelectual. Casado con su prima Belén, también “centavera” y reñida con quienquiera que no le dejara dinero, o más bien dicho que quisiera mermarle el que ya tenía. Murieron en Linares cuidando su tesoro, que sus hijos pronto dilapidaron quedándose desamparados para luchar por la vida.

Todos los Meléndez fueron extremadamente católicos, como ateos -o liberales, se decía- eran los de la Peña.

La tía Eustolia fue una común ama de casa, con muchos hijos, uno de ellos, Pablo Martínez Meléndez, murió el 23 de Septiembre de 1918 en la defensa de la Villa que era atacada por una gavilla de bandoleros "revolucionarios".

José Ma., el benjamín de la familia, perezoso y carente de toda inquietud que no fuera la de hartarse. Con una hambre crónica tal que, cuando conseguía ser invitado a una elotada por algún milpero amigo, comía elotes asados con tal descomedimiento que no era infrecuente que sus anfitriones tuvieran que llevarlo en camilla a casa de mi abuela, quien lo sostenía, a cuenta gotas, con su numerosa familia. Murió de indigestión.

Calle Morelos ( vista desde Calle Madero )

Un primo hermano de la abuela, Don Joaquín Meléndez, hombre acomodado e inteligente, pero de “muy buen diente” y amante de las apuestas al comer, en una de tantas se consiguió una total sordera para el resto de su vida, se decía que como resultado de una indigestión ganada con la apuesta a otros rancheros glotones, pues él solo se comió en una sentada un cabrito de regular tamaño y peso.

Su hijo Aristeo -”el loco Aristeo” lo llamaban-, en sus frecuentes visitas a Iturbide en su juventud, pues vivía en Linares, cuando yo tenía cuatro o cinco años me atraía por sus descomunales apuestas con su primo Ascensión Meléndez -también “el loco Chon”-. Quien perdía pagaba en la tienda la comilona de sardinas en aceite con chile piquín, mucha cebolla picada y galletas saladas, todo acompañado con abundante vino mezcal. Yo los buscaba, más que por infantil curiosidad de su glotonería, porque “el loco Aristeo” solía obsequiarme un centavo si me dejaba urgar en las orejas con una pajuela. Era una diversión sádica que para mí resultaba torturante, pero en 1,905 un centavo era mucho dinero, y yo tan sólo recibía de mis pobres padres uno cada domingo, por lo que me desvivía por ganármelo. En este caso quizá el mote de “loco” más me correspondía a mí, lo que, con todo, no liberaba al tío Aristeo. El al final lo justificó en cierto modo, al matar a su esposa cuarenta años después en Tampico. Tras una querella baladí la empujó por una ventana a la calle desde un quinto piso, donde vivían con sus hijos, para acabar sus triste ancianidad en la prisión de Andonegui.

Ante estas trivialidades y tragicomedias de la parentela, se destaca la estatura moral de mi madre, con su dinamismo poco común, su enterza y su dedicación a los demás. Ya con muchos hijos se hizo cargo por más de treinta años del cuidado y sostén de su padre (mi abuelo Meléndez), separado de su esposa y arruinado por sus devaneos de buscador de minas y tesoros ocultos.

Mi padre, poco hábil para los negocios, con su vocación de intelectual en un raquítico medio aldeano, sirvió gratuitamente a quienquiera que lo necesitaba, e incluso salía garante por deudas que no eran suyas, torturándose por largas décadas para pagar los intereses de las deudas ajenas y de las suyas propias. Hasta que yo, renegando de los guaraches y de la yunta de bueyes de mi juventud, abandoné la milpa para ir a abrirme camino en la zona petrolera veracruzana (1920-1926). Así pagué sus deudas y ayudé a sostener el hogar.

Mi madre se agigantaba en la dura lucha para alimentar, vestir y educar a sus catorce hijos; y aún le parecía insuficiente para sus fuerzas esa tarea, se desvivía curando y ayudando a cuanto necesitado llamaba a la puerta de su casa; que, si no había para más, les brindaba su optimismo y palabras de consuelo. Era la madrecita del pueblo, como solían llamarla sus protegidos, y esa entrega suprema, sacando energías de su inagotable piedad, acabó temprano con ella, hasta morir de tuberculosis a la edad de 64 años, temprana para el promedio familiar.