Leyenda de la Llorona Era
el primer sábado después de Semana Santa, parecía que iba a anochecer
antes de tiempo. El calor y el vapor se mezclaban a ras de tierra, y al
subir por las cuestas de San Pedro se hacía difícil el respirar. La
gente miraba al cielo encapotado y pensaba: “sería bueno que lloviera
de una vez por todas”, pero nada que llovía, y la tarde casi oscura se
alargaba. En lo que había sido una troje, Joaquina le atizó a la
lumbre de la chimenea que tenía en un rincón, con una astilla de ocote
encendió un quinqué y lo puso en un banco, se acercó al camastro y vio
que los dos niños dormían tranquilos. Salió sin hacer ruido, con
mucho cuidado estiró la puerta, y ligerita se encaminó por la vereda de
entre los polocotes hacia el arroyo. Mientra
bajaba, iba pensando: “No le aunque que quede más lejos de mi comadre
... y de todo, pero vale la pena, así sea casa prestada. Acá estamos
mejor que en el jacalillo de antes, junto a la suegra. Pero que ni se
imaginen que voy a dejar de hablar con la comadre, aunque sea un ratito a
estas horas, antes de que los hombres vuelvan del potrero”. Todavía
iba bajando con rumbo a los magueyes mansos cuando comenzó a soplar el
viento. Primero fue una brisita suave, y poco a poco se fue limpiando el
cielo; como por arte de magia se fue la nublazón y se asomó la luna
llena … después … aumentó el vendaval. Los pájaros refugiados en los
árboles hicieron algarabía unos minutos, y luego guardaron silencio. Enseguida
las ramas de los arbustos comenzaron a retorcerse y a golpearse entre
sí, la ventisca hacía crujir los troncos de los encinos y nogales viejos
… las ramas altas se movían como danzantes de rituales … y el aire se
escuchaba como silbidos en sordina, de esos que nada más de oírlos se le
erizan a uno la piel del cuello. Cuando
Joaquina salió de la hondonada se alarmó al ver que su comadre venía
corriendo hacia ella y haciendo aspavientos. Instintivamente giró la
cabeza hacia su casa y vio que del techo salían grandes llamas, era una
bola de fuego. Fue en ese momento que se trastornó. Allí mismo se dio
la vuelta para deshacer lo andado y empezó a gritar: “¡Mis hijos …!, ¡Ay … mis hijos!”. Pero ya no siguió por la vereda, se fue corriendo a
través del matorral, perdiéndose entre las jarillas y cayendo sobre uñas
de gatos; resbalando por barrancos, dejando jirones de ropa en los
espinos y rastros de sangre por todos lados. Enloquecida se fue para abajo, corriendo por la orillas del arroyo cruzó el pueblo y siguió hasta El Calabozo. La
gente por algún tiempo habló de aquel extraño suceso, de que en cuanto
se consumió lo de adentro y el techo, se formó un remolino que empujó
las llamas sobre lo ya quemado y con ello se apagó el fuego. Eso
fue hace muchos, muchos años, y desde aquel tiempo la casa quedó
abandonada, pero todavía hay quienes aseguran que en los sábados de luna
llena y remolinos de viento se oyen ruidos por el arroyo, como murmullos, como quejidos, como lamentos. |